Cuando llega el otoño, todos los año nos regalan una hora (como aquí no hay nada gratis, no os preocupéis, que en primavera nos la vuelven a quitar). Recuerdo que en mis tiempos de estudiante gamberro, venerábamos cual diosa de la fertilidad al sábado del cambio de hora en otoño, ya que teníamos una hora más para alargar la juerga. Pero ahora, abandonadas ya aquellas noches etílicas, el cambio de hora de otoño me sienta como una "pajara". Se acabó entrenar con luz entre semana. A partir de ahora mi vida deportiva pasa a la penumbra, iluminada únicamente los fines de semana, en los que puedo entrenar con el querido Sol. Los rodajes en día laborable se hacen mucho más duros, el paseo marítimo tiene la misma iluminación que el castillo del Conde Drácula y el sorteo de charcos, hoyos e incluso algún ser vivo que se arrastra por el suelo, pasan a formar parte del entreno diario.
Para añadirle glamour al tema, en pocos días el relente del mar y la bajada de las temperaturas harán que para salir de casa, tardemos como media hora más a base de añadir capas de ropa (técnica “of course”) a nuestra indumentaria, para no quedarnos pajarito en el intento de rodar un rato.
Oscuridad, frío y el paseo desierto. La mayoría de runners y ciclistas de verano lo abandonaron en estampida, para regresar, como las golondrinas, en cuanto el solete caliente. Un sentimiento de soledad te invade, pero al mismo tiempo una vocecita interior te dice “ole tus huevos”, porque hay poquitos que salgan a entrenar en estas condiciones. Para colmo ese sentimiento de reafirmación atlética, se multiplica cuando otro “frek” como tu se cruza en tu camino y medio agarrotado levanta la mano, emite un gruñido y te saluda….no estas sólo. Otros como tú desafían al invierno y persiguen sus sueños, o un buen resfriado, en la tarde invernal.
